INES DEL ALMA MIA

INES DEL ALMA MIA

19,90 €
IVA incluido
Disponible en 48h
Editorial:
PLAZA JANES EDITORES
Año de edición:
Materia
Narrativa española e Iberoamericana
ISBN:
978-84-01-35288-1
Páginas:
352
Encuadernación:
CUARTO - CARTONE
Colección:
19,90 €
IVA incluido
Disponible en 48h

La escritora chilena Isabel Allende recrea en su última novela, Inés del Alma mía el papel crucial que desempeñó en la conquista de Chile la española Inés Suárez, "una mujer con agallas que desafió las convenciones de su tiempo". Capítulo uno Europa a, 1500-1537 Soy Inés Suárez, vecina de la leal ciudad de Santiago de la Nueva Extremadura, en el Reino de Chile, en el año 1580 de Nuestro Señor. De la fecha exacta de mi nacimiento no estoy segura, pero, según mi madre, nací después de la hambruna y la tremenda pestilencia que asoló a España cuando murió Felipe el Hermoso. No creo que la muerte del rey provocara la peste, como decía la gente al ver pasar el cortejo fúnebre, que dejó flotando en el aire, durante días, un olor a almendras amargas, pero nunca se sabe. La reina Juana, aún joven y bella, recorrió Castilla durante más de dos años llevando de un lado a otro el catafalco, que abría de vez en cuando para besar los labios de su marido, con la esperanza de que resucitara. A pesar de los ungüentos del embalsamador, el Hermoso hedía. Cuando yo vine al mundo, ya la infortunada reina, loca de atar, estaba recluida en el palacio de Tordesillas con el cadáver de su consorte; eso significa que tengo por lo menos setenta inviernos entre pecho y espalda y que antes de la Navidad he de morir. Podría decir que una gitana a orillas del río Jerte adivinó la fecha de mi muerte, pero sería una de esas falsedades que suelen plasmarse en los libros y que por estar impresas parecen ciertas. La gitana sólo me auguró una larga vida, lo que siempre dicen por una moneda. Es mi corazón atolondrado el que me anuncia la proximidad del fin. Siempre supe que moriría anciana, en paz y en mi cama, como todas las mujeres de mi familia; por eso no vacilé en enfrentar muchos peligros, puesto que nadie se despacha al otro mundo antes del momento señalado. «Tú te estarás muriendo de viejita no más, señoray», me tranquilizaba Catalina, en su afable castellano del Perú, cuando el porfiado galope de caballos que sentía en el pecho me lanzaba al suelo. Se me ha olvidado el nombre quechua de Catalina y ya es tarde para preguntárselo -la enterré en el patio de mi casa hace muchos años-, pero tengo plena seguridad de la precisión y veracidad de sus profecías. Catalina entró a mi servicio en la antigua ciudad del Cuzco, joya de los incas, en la época de Francisco Pizarro, aquel corajudo bastardo que, según dicen las lenguas sueltas, cuidaba cerdos en España y terminó convertido en marqués gobernador del Perú, agobiado por su ambición y por múltiples traiciones. Así son las ironías de este mundo nuevo de las Indias, donde no rigen las leyes de la tradición y todo es revoltura: santos y pecadores, blancos, negros, pardos, indios, mestizos, nobles y gañanes. Cualquiera puede hallarse en cadenas, marcado con un hierro al rojo, y que al día siguiente la fortuna, con un revés, lo eleve. He vivido más de cuarenta años en el Nuevo Mundo y todavía no me acostumbro al desorden, aunque yo misma me he beneficiado de él; si me hubiese quedado en mi pueblo natal, hoy sería una anciana pobre y ciega de tanto hacer encaje a la luz de un candil. Allá sería la Inés, costurera de la calle del Acueducto. Aquí soy doña Inés Suárez, señora muy principal, viuda del excelentísimo gobernador don Rodrigo de Quiroga, conquistadora y fundadora del Reino de Chile. Por lo menos setenta años tengo, como dije, y bien vividos, pero mi alma y mi corazón, atrapados todavía en los resquicios de la juventud, se preguntan qué diablos le sucedió al cuerpo. Al mirarme en el espejo de plata, primer regalo de Rodrigo cuando nos desposamos, no reconozco a esa abuela coronada de pelos blancos que me mira de vuelta. ¿Quién es esa que se burla de la verdadera Inés? La examino de cerca con la esperanza de encontrar en el fondo del espejo a la niña con trenzas y rodillas encostradas que una vez fui, a la joven que escapaba a los vergeles para hacer el amor a escondidas, a la mujer madura y apasionada que dormía abrazada a Rodrigo de Quiroga. Están allí, agazapadas, estoy segura, pero no logro vislumbrarlas. Ya no monto mi yegua, ya no llevo cota de malla ni espada, pero no es por falta de ánimo, que eso siempre me ha sobrado, sino por traición del cuerpo. Me faltan fuerzas, me duelen las coyunturas, tengo los huesos helados y la vista borrosa. Sin las gafas de escribano, que encargué al Perú, no podría escribir estas páginas. Quise acompañar a Rodrigo -a quien Dios tenga en su santo seno- en su última batalla contra la indiada mapuche, pero él no me lo permitió. «Estás muy vieja para eso, Inés», se rió. «Tanto como tú», respondí, aunque no era cierto, porque él tenía varios años menos que yo. Creíamos que no volveríamos a vernos, pero nos despedimos sin lágrimas, seguros de que nos reuniríamos en la otra vida. Supe hace tiempo que Rodrigo tenía los días contados, a pesar de que él hizo lo posible por disimularlo. Nunca le oí quejarse, aguantaba con los dientes apretados y sólo el sudor frío en su frente delataba el dolor. Partió al sur afiebrado, macilento, con una pústula supurante en una pierna que todos mis remedios y oraciones no lograron curar; iba a cumplir su deseo de morir como soldado en el bochinche del combate y no echado como anciano entre las sábanas de su lecho. Yo deseaba estar allí para sostenerle la cabeza en el instante final y agradecerle el amor que me prodigó durante nuestras largas vidas. «Mira, Inés -me dijo, señalando nuestros campos, que se extienden hasta los faldeos de la cordillera-. Todo esto y las almas de centenares de indios ha puesto Dios a nuestro cuidado. Así como mi obligación es combatir a los salvajes en la Araucanía, la tuya es proteger la hacienda y a nuestros encomendados.» La verdadera razón de partir solo era que no deseaba darme el triste espectáculo de su enfermedad, prefería ser recordado a caballo, al mando de sus bravos, combatiendo en la región sagrada al sur del río Bío-Bío, donde se han pertrechado las feroces huestes mapuche. Estaba en su derecho de capitán, por eso acepté sus órdenes como la esposa sumisa que nunca fui. Lo llevaron al campo de batalla en una hamaca, y allí su yerno, Martín Ruiz de Gamboa, lo amarró al caballo, como hicieron con el Cid Campeador, para aterrar con su sola presencia al enemigo. Se lanzó al frente de sus hombres como un enajenado, desafiando el peligro y con mi nombre en los labios, pero no encontró la muerte solicitada. Me lo trajeron de vuelta, muy enfermo, en un improvisado palanquín; la ponzoña del tumor había invadido su cuerpo. Otro hombre hubiese sucumbido mucho antes a los estragos de la enfermedad y el cansancio de la guerra, pero Rodrigo era fuerte. «Te amé desde el primer momento en que te vi y te amaré por toda la eternidad, Inés», me dijo en su agonía, y agregó que deseaba ser enterrado sin bulla y que ofrecieran treinta misas por el descanso de su alma. Vi a la Muerte, un poco borrosa, tal como veo las letras en este papel, pero inconfundible. Entonces

Una bella historia de amor, lucha, traición y pasión.Inés Suárez es una joven y humilde costurera extremeña que se embarca hacia el Nuevo Mundo para buscar a su marido, extraviado con sus sueños de gloria al otro lado del Atlántico. Anhela también una vida de aventuras, vetada a las mujeres en la pacata sociedad del siglo XVI. En América, Inés no encuentra a su marido, pero sí un amor apasionado: Pedro de Valdivia, maestre de campo de Francisco Pizarro, junto a quien Inés se enfrenta a los riesgos y las incertidumbres de la conquista y la fundación del reino de Chile.En esta novela épica el aliento del amor concede una tregua a la rudeza, la violencia y la crueldad de un momento histórico inolvidable. A través de la pluma de Isabel Allende se confirma que la realidad puede ser tan sorprendente o más que la mejor ficción, e igualmente cautivadora.Reseña:
«Basándose en las vivencias documentadas de su heroína, Allende compone una novela épica, ágil y emocionante, llena de cruentas batallas y romances apasionados.»
Publishers Weekly

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