Hay escritores que se fundan desde abajo, alejados de los salones literarios y las academias, de esos lugares donde colocan una alfombra roja para guiar el talento en ciernes, que se forjan por una pulsión contra un destino que no les esperaba en el parnaso de las letras. Jack London es uno de esos escritores. Porque nadie creyó que un hijo de clase baja, que a los quince años era un pandillero suburbial, el cual se emborrachaba y peleaba, que vendía periódicos para tener algún dinero, pudiese llegar a ser uno de los principales escritores norteamericanos y una referencia literaria mundial. Cuando murió con tan solo cuarenta años, Jack London había trabajado en los más diversos oficios, en un molino de yute, en una central eléctrica de ferrocarril, en una fábrica de enlatados, marinero, minero y buscador de oro, ladrón de ostras y luego miembro de una patrullera pesquera que perseguía a esos ladrones, traficante de opio y contrabandista de whisky, colaborador periodístico y corresponsal en Sudáfrica y Corea... Fue también vagabundo y preso, alcohólico, autor de best sellers que le hicieron multimillonario.