Cuando Mencken critica no es por lucirse, sino porque el tema le apasiona. Su escritura era contundente y despierta, y un siglo más tarde sigue sin sonar embalsamada. De su amor por el periodismo (que tildó de «vida de reyes») robó el don de la oportunidad y la prohibición absoluta de aburrir al lector. Uno se siente en presencia de alguien elegante hasta en el modo en que se permite algún que otro descuido, como el dandy que se afloja el nudo de la corbata aposta.
De haber podido formar un ejército, Mencken habría reclutado a gente como Twain, Bierce, Conrad, Kipling, Huxley, Darwin o Nietzsche. De haber tenido pelos en la lengua, nunca habría soltado perlas como ésta: «Nadie se ha arruinado jamás por subestimar el gusto del público americano», que si bien suena a majadería, también resume con tino gran parte de lo que aún hoy se lee en los periódicos. O ésta: «Puritanismo: el pavor que provoca pensar que alguien, en algún lugar, es feliz».