Cómo solventar en estos breves parágrafos el calado del último libro -y sin lugar a dudas el mejor- de José Manuel Caballero Bonald (Jerez, 1926), libro que viene a refrendar una trayectoria poética de más de medio siglo -la poesía es la única actividad que el jerezano sigue cultivando junto a alguna que otra reseña periodística, artículos de sesgo cultural o explícitamente literarios- y que culmina, con la anterior entrega, Diario de Argónida (1997), una etapa en la que el autor se ha vuelto más diáfano en los versos, dominados por el apunte descriptivo, la soltura y la claridad expositiva. Porque después de leer Manual de infractores con la intención de realizar una reseña crítica, la sensación o ganas a bote pronto que se tienen son las de escribir al menos unas cuantas decenas de páginas a modo de ensayo. ¿Cuáles son los temas que no se tocan aquí? ¿Queda algún fleco sin recortar? Y peor: ¿por dónde podríamos empezar nuestro análisis? La elección de los temas y de los argumentos de los poemas nos choca, sobre todo por la gravitas que los circunda al más clásico estilo grecolatino. Eso conlleva una tensión poemática presente en todo el libro y que, en conjunto, los realza, pues esa voz sostenida crea un clima de enunciación y reflexión próxima a cierta atmósfera socrática no en cuanto a la dialéctica con la que emprender los razonamientos, o sintetizarlos, sino como un resumen moral. Y en consecuencia, lo que se halla es necedad ("Necios contiguos", p. 24) disfrazada de individuos bienpensantes, aunque también podríamos llamarles "honorables" (p. 82), "irreprochables" (p. 92) o "gregarios" (p. 94), entre otros apelativos. Esa gravitas posee un punto de inflexión donde todo da igual y en la que el personaje se convierte en desobediente o infractor, insumiso ("Bienaventurados los insumisos", p. 82), etc., porque se tiene conciencia de las manos ciegas de la justicia (sic) y de otras muchas iniquidades. El infractor, por tanto, como modelo que da título, con diversos matices, ya que incluso se convierte en "desganado" (p. 90), una variante del hastiado: alguien que mira con estupor y opta por un mínimo de verdades frente a la indecisión general, frente al lavamiento colectivo de manos. Esa es la primera impresión que entresacamos, un personaje que se podría calificar, utilizando un galicismo, como manfutista, que en español significa, haciendo una traducción poco ajustada, algo así como indiferente. En él se dan cita las fantasmagorías de nuestro inconsciente colectivo que se pregunta sobre sus propias obsesiones o ansiedades, materializadas por ejemplo en una estatua yacente a la que nos vamos pareciendo analógicamente por nuestro estatismo cada vez más galopante y la pérdida de flexibilidad y movilidad ("Aún comparto con ella la ansiedad que he perdido", p. 109). Pero del mismo modo también se convocan en este personaje la insensibilidad por el resto de las cosas que no le atañen directamente, es decir, el resto de inquietudes sociales -quizá la palabra ecología abarcaría más incluso estas nociones- que nos recorren, aunque más bien parece una postura estética, porque quien parte de estas premisas no puede ocultar su fondo solidario. O es que quien airea sus inquietudes sociales, ¿ya no tiene derecho a preocuparse por sí mismo? ¿Ya no le atosiga la idea de la fugacidad del tiempo y de que todo se está yendo? ¿Todo se debe reducir al nosotros y a su pluralidad dispéptica? Es evidente que un modelo de este tipo que no concitara una personalidad compleja carecería de sensaciones básicas y no sería capaz de emocionarnos o interesarnos. Hasta para llevarse la contraria este libro nos sirve, porque nuestro autor es un desobediente irredento que escribe con una fuerza inusitada, pero con la lucidez de quien ha visto muchas cosas, nunca demasiadas. En suma, no existe un carácter estable sino rabias que debemos aplacar para sobrevivir, pasiones que se apagan, felicidad intermitente. Además, y siempre en primera instancia, no hay que olvidar que esa actitud del indiferente -podríamos hablar aquí de desapego- no puede ser sino el resultado de una preocupación ética que deriva de una situación concreta y que tiene como punto de referencia la historia en todas sus facetas, sobre todo las morales, el fondo solidario antes aludido. Y no faltan en este poemario referencias a la historia ("los escombros postreros de la historia", p. 127; aunque podríamos citar otros versos de igual intensidad) y a sus devaneos incontrolables, una historia que circula a su aire ("La inconstancia del aire", p. 87), sin límites humanistas, y que cada vez se parece más a una historieta donde todo lo que se lee nos suena a lo mismo, ya sabido: escombros, cloacas, venenos, etc., eso que no queremos para nosotros porque "El ayer/ pertenece, como la historia, a los demás." (p. 55). Llama la atención ante todo la extensión del libro, que consta de casi cien composiciones. Acostumbrados a opúsculos y a obras a medio madurar con poca enjundia, algunos poemarios de hoy en día no ocuparían ni una de las cuatro partes de este libro, que pone de alguna forma las cosas en su sitio y nos recuerda qué es un buen libro de poesía, cómo se gesta -en este caso publicado con 79 años, ocho años después de Diario de Argónida- y cómo, en general, la poesía es un proceso de decantación que nada tiene que ver con los suplementos de poesía, los saraos literarios, los premios y los jurados, la urgencia. Según la vastedad de este Manual y al margen de los mil y un comentarios que se podrían realizar, de las singulares y privadas impresiones de cada uno acerca de la naturalidad con la que se leen sus magistrales páginas, ya para acabar vamos a comentar un aspecto textual que podría erigirse en una de esas claves con las que interpretar Manual de infractores y que, a modo de matriz, se iría desplegando ("la palabra matriz de las palabras", p. 16) y que aquí dejaremos que el lector la extienda en toda su anchura. Ésta será sólo una clave, no más evidente ni más importante que otras, pero sí una que nos ha agradado especialmente, por afinidad estética, y porque se halla al principio del poemario. Nos referimos a la presencia en las primeras páginas de las sombras: las sombras pueden aparecer no sólo en los claroscuros de la noche sino durante una mañana o una tarde, transfigurándose asimismo en reverberaciones. Las sombras son figuraciones, muy próximas a lo que nosotros, como lectores, nos metamorfoseamos en los poemas: siluetas sin relleno. Ellas nos están avisando ("Sombras le avisaron" p. 17) de que lo que viene no es tan halagüeño como nos imaginamos, no sólo el tiempo de la muerte; nos están avisando de que en las páginas que siguen no vamos a encontrar autocomplacencias porque el autor es el primero que se cuestiona a sí mismo y procura e intenta evitar los autoengaños. No se somete a esta disciplina, por supuesto, para aparentar su valía o su autenticidad, sino como método de conocimiento. Un método crítico frente a la imp