Es notorio que a partir de 1966 soplaron nuevos vientos en las letras españolas. El hastío ante el nacionalcatolicismo había provocado el surgimiento de una cultura de la disidencia más o menos subterránea, más o menos subversiva. Ni el realismo social como estética podía satisfacer ya las ambiciones de los jóvenes creadores, ni la necesidad de combatir el régimen franquista desde el interior de la obra de arte parecía un programa aceptable. O no lo era sin hacer estallar desde dentro la mera idea de obra de arte. Tampoco sin romper con la experiencia de una creatividad subordinada al servicio de una causa. Se impuso entonces una profunda reflexión sobre las condiciones de una imaginación creativa, teórica y crítica, y también vital, que aspirara a reengancharse al tren de la modernidad estética. De esa reflexión, en absoluto ajena al contexto internacional de revueltas y transformaciones vividas aquellos mismos años en Europa y en América con la emergencia de la juventud como nuevo sujeto histórico, surgieron nuevas formas de escritura que recuperaron la lógica de la ruptura en todos los géneros, reavivaron