Usted, invisible lector, tiene cara de buena persona. O tal vez no. ¿Cara de listo? O puede que cara de pocos amigos. Quizá cara de caballo, o de paloma. Pero en todo caso, tiene cara, eso seguro. Y eso es como tener un texto en la frente, un texto que se está escribiendo y reescribiendo constantemente, un texto que, no se sabe cómo, todos los que le miran saben leer con mayor o menor acierto. Por muy bien vestido que esté, está desnudo, amigo. Y vive entre miles y miles de seres desnudos de cuello para arriba, en una curiosa comunidad de rostros que se leen mutuamente, que se comunican, se conocen o se intuyen más allá -o más acá- del elaborado artefacto de sus palabras...
Este libro nace de una fascinación.
Una fascinación por la idea de que el carácter moral de una persona pueda revelarse mediante signos corporales y, especialmente, faciales. Una fascinación que se extiende a todas las formas no lingüísticas de la moralidad, a la información no verbal que transmitimos e interpretamos en el encuentro cara a cara. Una fascinación, en definitiva, por las diferentes formas históricas y culturales que toma la idea metafísica -profundamente arraigada- de que la cara es el espejo del alma.
Por supuesto, son muchas las disciplinas que abordan esta cuestión de un modo u otro. Al fin y al cabo, hablamos de identidad, de alteridad, de comunicación interpersonal. ¿Y a qué otra cosa se dedican la antropología, la sociología, la psicología y el resto de las ciencias humanas, así como una parte fundamental de la filosofía? Sin embargo, una historia moral del rostro tal como aquí se ensaya resulta novedosa y atípica. Y ello porque intenta integrar lo más interesante de todas esas fuentes que generalmente no suelen mezclarse, para desembocar en los fundamentos de una ética del rostro.