El problema del origen del Estado constituye una cuestión que ha fascinado a los investigadores desde hace siglos. Estamos ante una materia en la que se entrecruzan la erudición y los influjos recíprocos de varias disciplinas, que van desde la antropología cultural y la arqueología, a la filosofía jurídica o a la historia del Derecho, por citar sólo alguno de los campos donde el debate mantiene un vigor incuestionable. El ser humano vivió durante mucho tiempo sin conocer la forma estatal. Cuando ésta aparece, en el cuarto milenio a.C., afectó sólo a algunas sociedades humanas, mientras que la gran mayoría de ellas seguían viviendo en el nivel de las bandas de cazadores-recolectores o de la organización tribal. Aún hoy, el Estado no es la forma política universal. Cuando los medios de comunicación nos hablan de «Estados fallidos» o de «zonas tribales» están recordándonos la dificultad que encuentra el establecimiento y la continuidad del Estado también en la actualidad. Puede decirse, por ello, que el Estado no es un fenómeno natural, sino más bien el producto de múltiples factores y el resultado de un desarrollo cultural, jurídico y político que conoce entre sus antecedentes variadas formas organizativas.
Un interés especial tiene el estudio de los orígenes del Estado en Roma. La sociedad romana, según se sostiene en esta obra, experimentó las formas estatales desde una época muy remota, primero como proto-Estado y luego como Estado-ciudad, a mediados del siglo VIII a.C. El Estado romano resulta ser la matriz del desarrollo político histórico de Europa y, por extensión, de gran parte del mundo globalizado, más allá de las influencias culturales que provienen del pensamiento griego. Es en Roma donde se elaboran las instituciones políticas -monarquía, república e imperio- que han mantenido su continuidad e influencia práctica en la historia hasta nuestros días.