Visité Roma con setenta años, lo cual no manifiesta ningún sentimiento de urgencia verdaderamente febril. Sin duda anidaba en mí desde hacía mucho tiempo la sospecha de que allí existía -en el mapa- un agresivo punto de interrogación que sería bueno hacer desaparecer por mí mismo, a la vez que el convencimiento de que era necesario dejar la mayor cantidad de espacio posible entre los recuerdos escolares y esta visita. Cuanto más tarde mejor. Nada me metía prisa. Nada, en este viaje de reconocimiento sin nada verdaderamente en juego, me urgió nunca. Y nada hay demasiado decantado cuando se aborda una ciudad en la que la luz transparente no puede hacer olvidar que hay en ella demasiado polvo en perpetua suspensión.
Visité Roma con setenta años, lo cual no manifiesta ningún sentimiento de urgencia verdaderamente febril. Sin duda anidaba en mí desde hacía mucho tiempo la sospecha de que allí existía -en el mapa- un agresivo punto de interrogación que sería bueno hacer desaparecer por mí mismo, a la vez que el convencimiento de que era necesario dejar la mayor cantidad de espacio posible entre los recuerdos escolares y esta visita. Cuanto más tarde mejor. Nada me metía prisa. Nada, en este viaje de reconocimiento sin nada verdaderamente en juego, me urgió nunca. Y nada hay demasiado decantado cuando se aborda una ciudad en la que la luz transparente no puede hacer olvidar que hay en ella demasiado polvo en perpetua suspensión.